domingo, 16 de septiembre de 2007

Educación para la Ciudadanía, en todas las tallas


Para desbloquear las objeciones a la Educación para la Ciudadanía (EpC), el Ministerio de Educación y sus altavoces están transmitiendo el mensaje de que es perfectamente flexible y acomodable a todas las ideas. Nada de “catecismo socialista”. Se adapta a todas las tallas, como la ropa pre-mamá. Ninguna familia debe sentirse incómoda con ella.

Para insistir en el mensaje, El País (2-09-2007) dedica una doble página a recoger el amplio abanico de posturas que se observan en los distintos libros de texto de EpC que ofrecen ya algunas editoriales. El titular es neto: “Educación para la Ciudadanía a la carta”. El subtítulo aclara más: “Los libros de texto de la nueva asignatura permiten la enseñanza de las ideologías más dispares” (¿pero la escuela está para enseñar ideologías?).

Y, efectivamente, el muestrario escogido permite encontrar las posturas más contradictorias en temas éticos polémicos: la defensa del derecho al aborto y el respeto incondicional a la vida; el reconocimiento del matrimonio homosexual y su negativa o silencio; los modelos alternativos de familia y la defensa de la familia basada en el matrimonio; la llamada a no identificar amor y sexo, y la defensa de la sexualidad libre, con tal de que no te olvides de llevar un preservativo, claro; la religión como algo perteneciente solo a la esfera privada y el derecho de los creyentes a expresar sus posturas en la esfera pública; la idea de que la diferencia en las relaciones de género es una simple construcción cultural aprendida y la que afirma que la biología influye...

En suma, los textos, dice el diario, “ofrecen tal diversidad ideológica que permite adaptarla al ideario de cualquier colegio”. Pero inevitablemente uno se pregunta si no falla algo en el programa de una asignatura que en los mismos temas permite defender posturas tan contradictorias como exigidas por el civismo. Porque no es que en cada caso se vayan a explicar las distintas alternativas, sino que cada colegio y cada profesor elegirá la que más le guste.

Si se trata de afirmar unos principios compartidos y un terreno común sobre el que pueda arraigar el civismo, lo sensato es limitar el programa a los puntos donde hay acuerdo, sin entrar en cuestiones controvertidas como las que tienen que ver con la afectividad, la sexualidad o las creencias. De hecho, los libros de texto ofrecen tratamientos mucho más similares sobre la descripción de las instituciones democráticas, el respeto de los derechos humanos, la necesidad de preservar el medio ambiente, la igual dignidad de hombre y mujer, la obligatoriedad de pagar impuestos, y otras cuestiones no conflictivas. Si la EpC se hubiera limitado a inculcar estos valores, no se habría creado esta polémica.

Pero los que ahora quieren apaciguar la resistencia son los mismos que a la hora de crear la asignatura se empeñaron en incluir asuntos controvertidos y sesgados. Cuestiones que no tienen que ver con ser un buen ciudadano, sino con las agendas particulares de algunos grupos (la agenda homosexual, la de la ideología de género, la de los militantes del laicismo...).

En algunos libros de texto, la agenda correspondiente lleva a silenciar cualquier objeción a lo que se pretende “normalizar”. Por ejemplo, al incluir entre los prejuicios la “homofobia” se intenta eludir que pueda haber no ya una fobia, sino juicios racionales con una estimación ética desfavorable sobre la conducta homosexual. En este caso no parece estar vigente el criterio de “considerar las distintas posiciones y alternativas existentes en los debates que se plantean sobre problemas y situaciones de carácter local o global”, actitud que figura entre los criterios de evaluación de la asignatura para “elaborar un pensamiento propio y crítico”.

A veces el adoctrinamiento desciende a cuestiones peregrinas, como cuando el manual de la editorial Octaedro asegura que ver una película europea responde a una “concepción plural y diversa” de la cultura, mientras que si ves una película americana te integras en su “concepción restrictiva y homogeneizadora”. ¡Sea un buen ciudadano y pase por la taquilla del cine español!
El pensamiento políticamente correcto campa a sus anchas en algunos manuales. De este modo problemas complejos se despachan con soluciones “buenistas” sin grandes análisis. Así, los problemas de convivencia planteados por la inmigración se deben solucionar mediante “la integración de todas las culturas en unos valores ciudadanos comunes: los valores democráticos”. ¿Cómo no se nos había ocurrido antes?

Alejandro Tiana, secretario general del Ministerio de Educación, asegura ahora que “cada uno ha adaptado la asignatura a su manera y es lógico que muestren divergencias en una sociedad plural como la nuestra”. Pero cuando las enseñanzas de una asignatura dependen del profesor que te toque y del libro que él elija, hay motivos para poner en duda el valor de sus contenidos. Me temo que este tipo de EpC, cargada con tantos eslóganes y obviedades, pronto aburrirá al alumno.

Ignacio Aréchaga Fecha: 12 Septiembre 2007

1. Educar para la libertad

La próxima semana, unos 200.000 alumnos de tercero de ESO de 3.500 centros públicos y privados serán los primeros que reciban clases de Educación para la Ciudadanía y los Derechos Humanos.

Entiendo y comparto la preocupación de muchos por nutrir de ética y moral a nuestros jóvenes. Sabemos de la gran necesidad de trascendencia, valores y búsqueda de felicidad que tenemos las personas. Como profesor tutor lo constato a diario, pues desde hace muchos años dedico innumerables horas al trabajo personalizado con alumnos y a la orientación familiar.

Estamos de acuerdo en lo adecuado que es atender esa inquietud moral ya desde pequeños. En las clases de religión y en la educación familiar eso es factible y eficaz. Pero ahora, algunos quieren también una ética racional común, para todos, impartida en la escuela. Creo que no sería inconveniente si los poderes públicos no vieran en ello una potente arma ideológica. Hoy por hoy es ésta una tarea pendiente, pero que se podría y debería estructurar y consensuar sin imposiciones, sin dogmatismos sesgados ni fijaciones de moda.

Por eso, creo que es totalmente cuestionable que quien mande en cualquier momento en un país, intente construir una ética civil obligatoria, que eso es esta Educación para la Ciudadanía; ya que tenemos el derecho y la obligación de no confundir, ni hacer confundir, el bien, con el material cumplimiento de unas normas éticas.

No es justo confundir la ética con las leyes. La ética es previa a la ley, es base de las leyes justas. Por ejemplo, un muchacho debería poder valorar la pena de muerte como no ética, a pesar de que algunas leyes mandasen ejecutarla —si se diese el caso—, pero, no por sus convicciones lo habrían de suspender en el colegio.

Eso mismo les podría pasar a muchos jóvenes estudiantes españoles, respecto a otros contenidos ideológicos, próximamente. No tendremos así una educación personalizada, sino una educación bienintencionada, pero de jóvenes poco libres, poco críticos, incapaces de verdadero progreso. Necesitan, necesitamos, a qué atenernos. Hace falta la seguridad previa del afecto-amor y el pensamiento para poder avanzar en territorios de ética y moral.

He revisado con detenimiento seis manuales de Educación para la Ciudadanía, recomendados por diversos colegios para este curso escolar. Todos estos libros de texto tienen una presentación atractiva, con gráficos, distribución de actividades, dibujos y diseño, de alta calidad.

Creo que algunos son claramente ideológicos, por lo que no se pueden aceptar como moral obligatoria para todos los ciudadanos. Otros, en varias unidades didácticas dan pie a todo tipo de desarrollos. Por ejemplo, la expresa formación de la conciencia moral de los alumnos, la ideología de género o una ética cívica impuesta a todos, relativa y sólo basada en legislación.

Lo que es formal de la democracia es muy importante, básico para la buena convivencia, pero no puede ser fuente de valor moral absoluto.

No es asumible en un Estado de Derecho, una «moral utilitaria», de pura conveniencia, según manden unos u otros gobernantes. Eso nos llevaría a una injusticia, desconcierto y «fariseísmo» generalizados.

Para evitarlo, hemos de conseguir que se cumpla, realmente, el principio de libertad que tenemos los padres, por el hecho de serlo, para elegir el modelo de educación que queremos para nuestros hijos. Eso, en una sociedad democrática, se ha de atender muy delicadamente. Para eso están los expertos en política educativa y de familia.

Por ello, una asignatura como Educación para la Ciudadanía, que obliga y evalúa una percepción concreta de la existencia humana, nunca ha de ser obligatoria. Que le pongan las mismas condiciones de voluntariedad que a la Religión, o le quiten los contenidos más doctrinales antes citados.

Seguro que todos, también los que pudieran estar de acuerdo con algunos contenidos de esta «moral de Estado», queremos que vuelva la sensatez e impere la búsqueda del bien común. No paremos de recordárnoslo, pues puede ser ocasión estupenda para generar en España un verdadero pacto educativo, responsable y bien consensuado.

Emili AvilésPadre de familia numerosa. Profesor especialista en pedagogía terapéutica.Subdirector de Educar es Fácil.
conoZe.com
12.IX.2007

martes, 11 de septiembre de 2007

El hombre no se explica desde Educación para la Ciudadanía

Leo con alguna extrañeza y un alto grado de estupor la imposible analogía que establece Álvaro Delgado-Gal en el Abc entre la «melancolía infinita» que le producen las homilías del sacerdote, originantes en una «cultura religiosa fosilizada», con la tristeza y fatiga, el cansancio y el tedio que le inspiran los textos de Educación para la Ciudadanía (EpC). No alcanzo a percibir ninguna semejanza, no sólo porque se trata de propuestas situadas en objetivos distintos, sino especialmente porque un texto de EpC no posee la virtualidad, y menos la garantía y eficacia, de transformar y dar sentido a la vida del hombre, algo que sí realiza la Palabra de Dios cuando existe un corazón capaz de escuchar con fe.

Dicho esto, conviene recuperar el «molesto discurso» de la ciudadanía, en expresión de Antonio Burgos, quien prefiere ser denominado español a ciudadano. Una cosa es que la mayoría de las personas pase buena parte de su tiempo desatenta, irreflexiva, ocupada en sentimientos superficiales, malogrando así el objetivo de la acción humana que es la virtud, y otra muy distinta es la intención de eliminar de un modo deliberado la excelencia del bien abierto a la Trascendencia. Una cosa es no conceder importancia a lo valioso (algo difícil, pero posible), y otra muy distinta asumir la tarea de repudiar los bienes que generan felicidad, en la medida en que constituyen el reconocimiento de comunidades ajenas a proyectos personales y políticos. En La Repúbica, Platón pone en marcha una propuesta para la educación de los jóvenes con el resultado de retirar la poesía tradicional, quizá porque enseña a infundir en el educando emociones como el dolor, el miedo y la compasión. En EpC, el Gobierno (no es mi intención establecer ninguna imposible analogía), ante la evidente dificultad de retirar la enseñanza de la Religión, instaura de un modo gradual su magisterio laicista y relativista, provocando un patente cisma en la comunidad educativa, con el rechazo y la falta de sensibilidad hacia la propuesta moral católica, bien acogida por amplios sectores de la sociedad española.

Feo asunto el de imponer una doxa ajena a la libertad de educación y de conciencia, impulsar una propuesta valorativa sectaria, por parte de quienes se vanaglorian de hacer del consenso y de la pluralidad una de sus más estimadas máximas. Los tribunales y la calle apenas lograrán nada en una sociedad altamente secularizada, donde lo religioso no influye en la vida, la conciencia no remite a la verdad, y la libertad rechaza cualquier presupuesto una vez que se absolutiza a sí misma. La solicitud del «retorno a la ética» por parte de la gente (un fenómeno que se sucede de un modo cíclico, sin aparente continuidad), al comprobar su ausencia en el ámbito político, profesional y social; la demanda de ética, especialmente en la vida pública y en la cultura contemporánea; la búsqueda de la justicia como finalidad insalvable de la ley, no debiera hacer olvidar el sentido último de la vida y de la libertad, marcadas por la Trascendencia, el lenguaje y la persona de un Dios que se presenta como fin último de la vida del hombre. De lo contrario, la demanda ética sólo sería un pretexto que intenta secuestrar al hombre de sí mismo, sin posibilidad de explicarlo más allá de una visión secular inmanentista, sin hacerlo inteligible desde una comunidad alternativa a la que hoy pretende sustraerse y sepultar el Ejecutivo desde la puesta en marcha progresiva y gradual de EpC.

Roberto Esteban Duque
Doctor en Teología Moral por la Universidad San Dámaso
conoZe.com
22.VIII.2007

jueves, 6 de septiembre de 2007

27.3

No, no se trata de una frecuencia radiofónica misteriosa, ni de unas coordenadas que marquen la ubicación de un lugar perdido. Se trata sencillamente de un artículo de la Constitución Española, cuyo incumplimiento está generando una preocupante tensión en la sociedad española : "Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones" (Constitución Española, art. 27.3).

Es verdad que muy pocos son los que discuten la formulación de este artículo constitucional, en el que se recoge un derecho y un deber fundamental. Por desgracia, en la vida española la batalla no se está planteando a nivel de principios, sino por la vía de los hechos consumados. De poco nos sirve que nuestra Constitución marque unas bases, si luego la vida práctica es encauzada por otros derroteros. Si Romanones hizo famosa la expresión " haz tú las leyes, que yo haré los reglamentos", bien podríamos atribuir a nuestros dirigentes laicistas otra formulación: "tú quédate con los principios, que yo voy a lo mío".

Negar por la vía de los principios el derecho de los padres a ser los educadores morales de sus hijos, sería tanto como reconocer explícitamente unos presupuestos de ética marxista; algo inconfesable tras la caída del "socialismo real". Sin embargo, cada vez resulta más evidente que los diseñadores de los planes de educación en España están legislando al margen del artículo 27.3 de la Constitución. ¡Lo que darían por que este numerito desapareciese de la Carta Magna! Pero se tienen que conformar, por el momento, con legislar como si no existiese. Bien saben que, incluso en el caso de que un recurso de inconstitucionalidad terminase prosperando, sería ya muy difícil erradicar todos los vicios introducidos en el sistema educativo por la vía de los hechos consumados.

Por el contrario, permítaseme hacer notar que la Iglesia Católica siempre se ha sentido "cómoda" dentro del artículo 27.3. En efecto, nosotros no queremos evangelizar a los niños al margen de la voluntad de los padres, sino respondiendo a su petición. La tarea educadora de la Iglesia es subsidiaria del derecho-deber que tienen los padres de educar a sus hijos. Nos hacemos presentes en el sistema educativo, en mayor o menor medida, dependiendo de la demanda de los padres.

Un ejemplo bien concreto: La Iglesia Católica no pretende impartir la clase de Religión Católica a todos los alumnos, sino únicamente a los alumnos cuyos padres así lo han elegido. Por el contrario, el Gobierno Español no dirige la asignatura de Educación para la Ciudadanía sólo a los padres que así lo hayan solicitado, sino que la impone obligatoriamente a todo el alumnado. ¿No es una diferencia notable y notoria? ¿No será esto indicativo de que el estilo de la Iglesia Católica está perfectamente encajado con el artículo 27.3 de la Constitución, mientras que nuestras autoridades políticas están indisimuladamente incómodas con este principio constitucional?

Pongo otros ejemplos igualmente significativos: A la gran mayoría de los colegios religiosos no se les permite aumentar el número de sus plazas, a pesar de que la demanda de los padres para matricular a sus hijos no pueda ser satisfecha. El motivo aducido es que mientras haya plazas libres en la escuela pública de esas localidades, no cabe dar permiso para aumentar las plazas en la escuela privada. ¿Y eso, por qué?, nos atrevemos a preguntar… ¿Puede haber otra razón para esa negativa que la alergia al principio recogido en el 27.3? ¿No deberían estar las autoridades políticas encantadas con que una iniciativa social privada –como es la Iglesia- esté dando cauce a la voluntad educativa de tantos padres, y que además esta educación le esté resultando a las arcas públicas un 40% más barata que la impartida en la escuela pública? Es difícil entender otro motivo para la denegación de la ampliación de la oferta educativa de los centros privados, que no sea la pretensión del control ideológico en la educación del alumnado, al margen de la voluntad de los padres. Por desgracia, no exagerábamos cuando nos atrevíamos a ironizar con la máxima: " tú quédate con los principios, que yo voy a lo mío".

Si el Estado creyese en el 27.3, no habría tenido necesidad de poner en marcha la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía. Le habría bastado con incluir en el currículum de otras asignaturas –como la de Ciencias Sociales- la enseñanza de las Declaraciones de Derechos Humanos, de la Constitución o del funcionamiento del sistema político. La auténtica novedad de esta asignatura no es otra que la inclusión en ella de conceptos morales obligatorios para todos los alumnos, al margen de la voluntad de los padres. Es el caso de cuestiones morales como "la condición humana", "la identidad personal", "la educación afectiva-emocional", "la construcción de la conciencia moral", etc.

Y lo increíble del asunto es que, mediáticamente, a la sociedad se le llegue a transmitir el mensaje de que el problema es que "la Iglesia se resiste a abandonar unos determinados privilegios y que está mostrando su incapacidad para integrarse con normalidad en el sistema democrático español". Y, sin embargo, a pesar de la capacidad que algunos tienen de hacer creer a las masas que el cielo es verde y los burros vuelan… para todos aquellos que se acerquen a la realidad sin prejuicios de partida, es patente que el problema estriba en que, mientras que unos creemos en el valor moral que encierra el 27.3, otros no creen en tal cosa. Aunque no se atrevan a confesarlo.

+ José Ignacio, Obispo de Palencia

lunes, 6 de agosto de 2007

El Estado moralizador

Quedan lejanos los tiempos en que Locke establecía como funciones del Estado sólo la protección del ciudadano (libertad, seguridad, propiedad) y la impartición de justicia. Todo lo demás quedaba en el ámbito privado. Era necesario hacer este Estado neutral desde el punto de vista moral y religioso después de la dolorosa ruptura de la Cristiandad y de las guerras religiosas que asolaron europa. Este primigenio Estado liberal, que tiene su primera manifestación en Iglaterra, en la Gloriosa de 1688, se fundamenta en esta idea de la tolerancia y la neutralidad moral y supone el primer germen del Estado democrático moderno. Sin embargo, el sentido de la historia en los países occidentales ha sido otro: ir aumentado este primer ámbito reducido hasta extenderlo a un tamaño que algunos pueden cosiderar megalómano. El Estado se convierte en una enorme máquina que está presente en todos los aspectos de la vida de los ciudadanos. La mayoría de la gente (el estatismo, que en España está extendido ingualmente en la derecha como en la izquierda) no ve en este fenómeno una amenaza, sino una garantía. Se ve bien, por ejemplo, que el Estado sirva de contrapeso a las desigualdades «naturales» de la sociedad, repartiendo las riquezas, o que se inmiscuya en los hábitos alimenticios o de ocio. Hay una minoría (los que siguen las viejas ideas liberales) que contemplan esta capacidad extensiva como una amenza a la que hay que poner coto. Esta es la cuestión de fondo: ¿Puede el Estado seguir invadiéndolo todo como una hidra de mil cabeza? ¿Puede, incluso, invadir el terreno moral y convertirse en dispensador de pautas éticas, es decir, en «educador» en el sentido radical del término? Todas estas cavilaciones vienen, como habrá supuesto el lector, a cuento de la famosa Educación para la Ciudadanía (por cierto, me gusta más la palabra civismo) y de la oposición de lo obispos a esta nueva materia escolar.

Los obispos no protestan por el contenido de esta asignatura, que por otro lado, dependerán en una gran parte del centro, del profesor, de diversas circunstancias. Los obispos, algunos católicos y también algunos no católicos piensan que esta función moralizadora no compete al Estado, sino al ámbito privado: sobre todo familia, pero también el ambiente de los amigos, los órganos intermedios, iglesias, realidades sociales todas anteriores al Estado y cuyo espacio de actuación ha de ser respetado.

Hay otra cuestión no tan teórica y que entra en terreno de la sospecha. Muchos temen —no sin fundamento— que ese elenco de valores, supuestamente indiscutibles y consensuados, sea algo parecido a la «visión del mundo» que transmiten, por ejemplo, las prédicas periodísticas de Iñaki Gabilondo o Sardá, el cine de Almodóvar, el discurso intelectual (?) de Ramoncín o Rosa Regàs o las ideas económicas de Ignacio Ramonet. Es decir, la izquierda postmoderna, ya no marxista ni rompedora con el capitalismo, sino moralizante y directora de los usos y costumbres. Izquierda cuyas ideas pueden resultar respetables, pero que distan de ser, como algunos parecen pretender, un conjunto de valores sin discusión posible, una especie de Declaración Universal de los Derechos Humanos.

Y lo más curioso de todo este asunto es que sean los obispos católicos los que defiendan, casi en solitario en España, la idea liberal de la sociedad civil y la autonomía ciudadana; que defiendan un ámbito propio e irreductible de lo privado. El Cristianismo, ¡qué vueltas da la historia!, se alía con quien tantos encuentros y desencuentros ha tenido: el Liberalismo.

Tomás Salas. www.conoze.com

miércoles, 18 de julio de 2007

Una cuestión de libertad

Ningún gobierno posee derecho para definir lo que es ser un buen ciudadano e imponerlo.

La polémica planteada por la imposición gubernamental de la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía no es un nuevo episodio de la vieja querella religiosa, ni del superado problema escolar, resueltos por la Constitución vigente, sino una cuestión de libertad que enfrenta a conservadores y liberales, por un lado, y a socialistas y comunistas, por otro, o incluso a demócratas (liberales) y a filototalitarios. Pues si la Iglesia Católica tuvo en el pasado una hegemonía educativa abusiva, la solución no es su sustitución por una hegemonía estatalista y laicista de signo opuesto, sino la libertad. Si en el pasado existió la asignatura, impuesta y sesgada, de Formación del Espíritu Nacional, la solución no es su sustitución por una alternativa, igualmente impuesta y sesgada. Del mismo modo que los males de la hegemonía de los vencedores en la guerra civil no se cura con una tardía e imposible victoria de los vencidos, sino con la libertad de todos y la reconciliación.

La mayoría parlamentaria, por lo demás tan exigua que deja fuera casi a la mitad de los ciudadanos, carece de legitimidad (aunque, por los errores de nuestra legislación, que no exige mayoría cualificada para los grandes textos legales educativos, no de legalidad) para imponer una enseñanza moral obligatoria. Ni siquiera podría hacerlo una mayoría más amplia, pues la educación es un derecho (y un deber) fundamental de los ciudadanos que corresponde ejercer a los padres. Aunque se tratara de una mera formación cívica, no es posible llevarla a término sino a partir de ciertos principios morales. Entonces, sólo habría sido legítima su implantación (y aún esto sería dudoso) si hubiera contado con la adhesión de, al menos, los dos grandes partidos nacionales. La pretensión del Gobierno de que se trata de inculcar unos principios mínimos de buena ciudadanía compartidos por todos choca ante el argumento incontestable de que la oposición y centenares de miles de padres no están de acuerdo. No se puede caracterizar como aceptable para todos lo que no es aceptado por todos. Aquí la prueba es irrefutable. No puede aspirar a defender la libertad quien impone algo violentando la libertad de muchos. Y todo esto vale, sin entrar a considerar si los programas y los contenidos de los libros de texto son buenos o malos, acertados o erróneos. Basta con que no haya consenso para que exista vulneración del derecho a la elección por los padres de la educación moral de sus hijos. En cualquier caso, ningún gobierno ni ninguna mayoría minoritaria parlamentaria posee derecho para definir lo que es ser un buen ciudadano y determinar su contenido e imponerlo.

Una prueba más de que el Gobierno no actúa en favor de la libertad la suministra el hecho de que la nueva asignatura se presenta como obligatoria y no como optativa. Si es la formación cívica del Gobierno y sus aliados, entonces que se ofrezca como optativa, pero que no se imponga a todos. Estas son algunas de las razones que justifican el rechazo de muchos ciudadanos, instituciones y asociaciones, e incluso el eventual recurso a la objeción de conciencia. No se trata aquí tanto de un derecho como de un deber. Si un padre estima que la asignatura forzosa impone a sus hijos principios morales o una concepción de la buena ciudadanía que no comparten, deben oponerse a que sus hijos reciban una educación contraria a su criterio. Para ello le ampara no sólo la fuerza del deber sino también la Constitución.

En cualquier caso imponer algo en nombre de la libertad, parece abusiva contradicción en los términos. Ni el Estado, ni el Parlamento, ni el Gobierno, ni, por supuesto, la Iglesia, ni ninguna otra institución, pueden aspirar al monopolio de la educación moral ni a la determinación de los atributos y condiciones de la buena ciudadanía. Un Gobierno que se introduzca, y más si lo hace sin acuerdo con la oposición y de manera obligatoria e impositiva, se desliza por la pendiente antiliberal que conduce al totalitarismo. Por eso, decía al principio que se trata de una pura cuestión de libertad. El Estado es el garante del ejercicio del derecho a la educación, pero su pretensión de dirigir la educación y determinar sus contenidos morales lo convierte, en ese aspecto en un poder ilegítimo. En realidad, la intención del Gobierno al imponer esta nueva asignatura resulta muy claro: generar una educación moral y cívica afín a sus orientaciones e intereses, que le permita crear un estado de opinión favorable a sus principios y programas que, en última instancia, favorezca su pretensión de marginar a la oposición y perpetuarse en el poder. Pero someter la educación, el bien público y privado más elevado que existe en una sociedad, al dictado del poder constituye un atentado mortal contra la libertad. Educación para la Ciudadanía, tal como se ha planteado, no es sólo una cuestión de concepciones morales en conflicto, sino un asunto que afecta a las libertades fundamentales de los ciudadanos: una cuestión de libertad.
Ignacio Sánchez-Cámara
conoZe.com

martes, 3 de julio de 2007

¿Es que no tenéis sangre en las venas? (Reproche para católicos)

Es por lo de la Educación para la Ciudadanía, claro. ¿Por qué iba a ser, si no? Es el mayor atentado que se ha tramado en decenios contra la autonomía moral de la gente. Es la mayor intromisión imaginable en la libertad de verdad, que es la libertad interior. Y sin embargo, aquí apenas se mueven cuatro gatos. La prensa disidente hace circular titulares de impacto: «Ya hay 3.500 objetores en el mes de junio». Gran cosa, ¿eh? Tres mil quinientos en todo el país. En un vagón del Metro caben doscientas personas. Echad la cuenta. Es verdad que en las Termópilas bastaron trescientos. Pero esto es otra cosa. Esto es peor.

¿Dónde os habéis metido? ¿Debajo de las piedras? ¿Es que nadie os ha explicado lo que os estáis jugando? ¿O es que no lo queréis ver —para no fatigaros, tal vez, o para no meteros «en líos»?

A vuestros hijos van a enseñarles que nada es verdad ni mentira, sino que todo depende del color con que se mira —y que ese color, mayormente, tira a bermellón. Van a enseñarles que no existe una forma recta de ser y de estar, sino que todas valen lo mismo —es decir que lo malo es bueno, porque lo bueno no es tal. Van a enseñarles que ETA es un grupo vasco armado que fue torturado alevosamente por la democracia española. Van a enseñarles que la guerra civil no ha terminado y que la reconciliación fue un error, porque no hizo justicia. Van a enseñarles que papá y mamá son conceptos vacíos e intercambiables por otros. Van a enseñarles todo eso, no con materiales teóricos mínimamente contrastables, sino con una buena porción de bazofia que, por otro lado, jamás fue escrita para educar a nadie, sino, deliberadamente, para todo lo contrario. Y lo más importante: os están diciendo, no a vuestros hijos, sino a vosotros, que la formación moral de los críos ya no es cosa vuestra, sino que ahora el Estado se hace cargo. Y vosotros, a descansar. Mamá-Estado se ocupa. Qué bien.

Aquí hay dos cosas atroces. Una: que el Estado invada la competencia de la familia en el ámbito moral, extirpe la libertad de educar conforme a los propios principios e imponga a las personas una determinada concepción de las cosas. Esto es algo que sólo cabe en una democracia corrompida, cuando una clase política aupada al poder se atribuye una potestad que nadie le ha concedido. Es también curioso que el Estado venga a clavarnos esta zarpa justo cuando más debilitado está: el Estado ya apenas nos protege, ha dejado de dominar su propia moneda, ha subordinado la Defensa a grandes organizaciones internacionales, las empresas han de recurrir a guardias privados porque la policía no basta, los ciudadanos han de pagarse la sanidad por su cuenta si quieren ser bien atendidos, hemos de suscribir planes de pensiones con los bancos porque la jubilación no nos llegará... Y es este Estado, decrépito e impotente, el que se permite ahora secuestrar la soberanía moral de las personas singulares. Repito: no de la Iglesia, ni de la Conferencia Episcopal ni del PP, sino la soberanía moral de las personas singulares, de la gente de la calle, tu soberanía y la mía.

La segunda cosa atroz es esta otra: la invasión del espacio moral viene bajo las banderas de una visión absolutamente sectaria de las cosas, una visión que se ha construido en el último cuarto de siglo bajo los escombros de dogmas ideológicos derrumbados, una visión expresamente contraria a la cultura mayoritaria de la sociedad, a los fundamentos tradicionales de nuestra civilización, a los principios objetivos de lo que centenares de generaciones de europeos han considerado natural. No estamos ante un movimiento de «progreso»; estamos ante un movimiento de simple inversión. El propósito de los invasores no es otro que darle la vuelta a todo. ¿Y pueden hacerlo? Moralmente, no. Pero si nadie se opone, ¿por qué no? Y aquí es donde se echa de menos un poco más de nervio ciudadano.

Por ahí, en la plaza, uno oye de todo. Que si no llegará la sangre al río. Que si ya lo arreglarán las comunidades autónomas. Que si no será tan fiero el león como lo pintan. Que si, después de todo, sólo es una asignatura, que dejará tan poca huella en los alumnos como las demás (¿?). Que, al fin y al cabo, eso que se enseña en Educación para la Ciudadanía es lo que se ve en la calle, y que los niños tienen que ir haciéndose a esas cosas. Excusas de mal pagador. Sobre todo, excusas ciegas, expedientes para escurrir el bulto y no querer afrontar lo esencial, a saber: que no se trata de que se enseñe tal o cual cosa, sino de que pretenden robarnos una porción importantísima de libertad personal.

Es la libertad

Veréis: uno puede tolerar que el mundo sea una cueva de ladrones, que la televisión se haya convertido en territorio canalla, que los políticos abusen de las esperanzas de la gente (y los banqueros, de sus ilusiones), que los periódicos y la publicidad impongan una forma de ser y pensar decididamente absurda... Uno puede soportar todo eso porque, al fin y al cabo, ante la avalancha siempre es posible clavarse en la puerta de casa, coger el hacha y gritar «no pasarán». Pero lo que uno no puede tolerar es que cojan a tus hijos y les laven el coco al progresista modo. Por ahí no se puede pasar. Porque se trata de vuestros hijos. Y sin embargo, hermanos, lo estáis tolerando. ¿Qué os pasa? ¿Es que no tenéis sangre en las venas?

A los medios de la derecha religiosa, que admiran el ejemplo norteamericano, les gusta entregarse a ensoñaciones de regeneración, incluso de cruzada. Sueño vano. ¿Sabéis por qué en las sociedades con mayoría católica es impensable, hoy por hoy, un proceso semejante al norteamericano? Porque en los Estados Unidos la mayoría religiosa avanza sobre la base de asociaciones civiles, grupos de ciudadanos, comunidades con una voluntad de presencia política y social; pero aquí, en la Europa cristiana, y más especialmente católica, sólo una minoría exigua de ciudadanos actúa en la sociedad como creyente, el tejido asociativo civil es mínimo o inexistente, su capacidad de presencia social y política es reducidísima, muchos creyentes tienen alergia a la política o carecen de formación, la inmensa mayoría de los ciudadanos opta por la pasividad pública y prefiere delegarlo todo —en parte por tradición, en parte por pereza- en las espaldas de la jerarquía. «Los obispos sabrán qué hay que hacer» es una frase extraordinariamente socorrida. Y los obispos lo saben, claro que sí, pero el problema es que no son ellos quienes pueden hacer, sino los ciudadanos, las personas, y para eso hace falta un grado de compromiso que se diría completamente inalcanzable.

Por supuesto: este reproche va dirigido a unos católicos que parecen haber perdido por completo el sentido de la libertad personal, pero al menos aquí, entre la grey de los fieles, ha habido voces dispuestas a jugarse el pecho. Mucho peor es la situación ahí fuera, en la llamada «sociedad», donde una muchedumbre infinita de almas grises se muestra dispuesta a tragarlo todo con tal de no someter a agitación su adiposa conciencia. La reacción de los católicos ante la asignatura de Educación para la Ciudadanía es tibia hasta la depresión, pero la actitud general de la sociedad es indiferente hasta la náusea. Hemos llegado a un punto tal de sumisión —al sistema, al dinero, a la comodidad burguesa, a lo «políticamente correcto»- que cuesta un mundo hacer ver a la gente que lo que está en juego es su libertad. Esa es la imagen del tirano de nuestro tiempo: ya no un déspota que te roba la cartera mientras te amenaza con la porra, sino un simpático cacicón que, mientras te rasca la barriga, te roba el alma. Y tú aún vas y te ríes.

Hay que presentar la objeción de conciencia contra esta asignatura. Es vital. Habría que hacerlo incluso si uno estuviera de acuerdo con los planteamientos doctrinales del Gobierno, porque ni siquiera en ese caso estaría justificado que el Estado se arrogue el derecho a imponerlos por ley. Jünger decía en alguna parte que la verdadera libertad es la que reside en el propio pecho. Esta gente nos quiere abrir el pecho y sacarnos la libertad como se sacaba el corazón en los viejos sacrificios humanos. No. No pasarán. Objeta. Mañana. Ya.

José Javier Esparza (conoZe.com)