miércoles, 18 de julio de 2007

Una cuestión de libertad

Ningún gobierno posee derecho para definir lo que es ser un buen ciudadano e imponerlo.

La polémica planteada por la imposición gubernamental de la nueva asignatura de Educación para la Ciudadanía no es un nuevo episodio de la vieja querella religiosa, ni del superado problema escolar, resueltos por la Constitución vigente, sino una cuestión de libertad que enfrenta a conservadores y liberales, por un lado, y a socialistas y comunistas, por otro, o incluso a demócratas (liberales) y a filototalitarios. Pues si la Iglesia Católica tuvo en el pasado una hegemonía educativa abusiva, la solución no es su sustitución por una hegemonía estatalista y laicista de signo opuesto, sino la libertad. Si en el pasado existió la asignatura, impuesta y sesgada, de Formación del Espíritu Nacional, la solución no es su sustitución por una alternativa, igualmente impuesta y sesgada. Del mismo modo que los males de la hegemonía de los vencedores en la guerra civil no se cura con una tardía e imposible victoria de los vencidos, sino con la libertad de todos y la reconciliación.

La mayoría parlamentaria, por lo demás tan exigua que deja fuera casi a la mitad de los ciudadanos, carece de legitimidad (aunque, por los errores de nuestra legislación, que no exige mayoría cualificada para los grandes textos legales educativos, no de legalidad) para imponer una enseñanza moral obligatoria. Ni siquiera podría hacerlo una mayoría más amplia, pues la educación es un derecho (y un deber) fundamental de los ciudadanos que corresponde ejercer a los padres. Aunque se tratara de una mera formación cívica, no es posible llevarla a término sino a partir de ciertos principios morales. Entonces, sólo habría sido legítima su implantación (y aún esto sería dudoso) si hubiera contado con la adhesión de, al menos, los dos grandes partidos nacionales. La pretensión del Gobierno de que se trata de inculcar unos principios mínimos de buena ciudadanía compartidos por todos choca ante el argumento incontestable de que la oposición y centenares de miles de padres no están de acuerdo. No se puede caracterizar como aceptable para todos lo que no es aceptado por todos. Aquí la prueba es irrefutable. No puede aspirar a defender la libertad quien impone algo violentando la libertad de muchos. Y todo esto vale, sin entrar a considerar si los programas y los contenidos de los libros de texto son buenos o malos, acertados o erróneos. Basta con que no haya consenso para que exista vulneración del derecho a la elección por los padres de la educación moral de sus hijos. En cualquier caso, ningún gobierno ni ninguna mayoría minoritaria parlamentaria posee derecho para definir lo que es ser un buen ciudadano y determinar su contenido e imponerlo.

Una prueba más de que el Gobierno no actúa en favor de la libertad la suministra el hecho de que la nueva asignatura se presenta como obligatoria y no como optativa. Si es la formación cívica del Gobierno y sus aliados, entonces que se ofrezca como optativa, pero que no se imponga a todos. Estas son algunas de las razones que justifican el rechazo de muchos ciudadanos, instituciones y asociaciones, e incluso el eventual recurso a la objeción de conciencia. No se trata aquí tanto de un derecho como de un deber. Si un padre estima que la asignatura forzosa impone a sus hijos principios morales o una concepción de la buena ciudadanía que no comparten, deben oponerse a que sus hijos reciban una educación contraria a su criterio. Para ello le ampara no sólo la fuerza del deber sino también la Constitución.

En cualquier caso imponer algo en nombre de la libertad, parece abusiva contradicción en los términos. Ni el Estado, ni el Parlamento, ni el Gobierno, ni, por supuesto, la Iglesia, ni ninguna otra institución, pueden aspirar al monopolio de la educación moral ni a la determinación de los atributos y condiciones de la buena ciudadanía. Un Gobierno que se introduzca, y más si lo hace sin acuerdo con la oposición y de manera obligatoria e impositiva, se desliza por la pendiente antiliberal que conduce al totalitarismo. Por eso, decía al principio que se trata de una pura cuestión de libertad. El Estado es el garante del ejercicio del derecho a la educación, pero su pretensión de dirigir la educación y determinar sus contenidos morales lo convierte, en ese aspecto en un poder ilegítimo. En realidad, la intención del Gobierno al imponer esta nueva asignatura resulta muy claro: generar una educación moral y cívica afín a sus orientaciones e intereses, que le permita crear un estado de opinión favorable a sus principios y programas que, en última instancia, favorezca su pretensión de marginar a la oposición y perpetuarse en el poder. Pero someter la educación, el bien público y privado más elevado que existe en una sociedad, al dictado del poder constituye un atentado mortal contra la libertad. Educación para la Ciudadanía, tal como se ha planteado, no es sólo una cuestión de concepciones morales en conflicto, sino un asunto que afecta a las libertades fundamentales de los ciudadanos: una cuestión de libertad.
Ignacio Sánchez-Cámara
conoZe.com

martes, 3 de julio de 2007

¿Es que no tenéis sangre en las venas? (Reproche para católicos)

Es por lo de la Educación para la Ciudadanía, claro. ¿Por qué iba a ser, si no? Es el mayor atentado que se ha tramado en decenios contra la autonomía moral de la gente. Es la mayor intromisión imaginable en la libertad de verdad, que es la libertad interior. Y sin embargo, aquí apenas se mueven cuatro gatos. La prensa disidente hace circular titulares de impacto: «Ya hay 3.500 objetores en el mes de junio». Gran cosa, ¿eh? Tres mil quinientos en todo el país. En un vagón del Metro caben doscientas personas. Echad la cuenta. Es verdad que en las Termópilas bastaron trescientos. Pero esto es otra cosa. Esto es peor.

¿Dónde os habéis metido? ¿Debajo de las piedras? ¿Es que nadie os ha explicado lo que os estáis jugando? ¿O es que no lo queréis ver —para no fatigaros, tal vez, o para no meteros «en líos»?

A vuestros hijos van a enseñarles que nada es verdad ni mentira, sino que todo depende del color con que se mira —y que ese color, mayormente, tira a bermellón. Van a enseñarles que no existe una forma recta de ser y de estar, sino que todas valen lo mismo —es decir que lo malo es bueno, porque lo bueno no es tal. Van a enseñarles que ETA es un grupo vasco armado que fue torturado alevosamente por la democracia española. Van a enseñarles que la guerra civil no ha terminado y que la reconciliación fue un error, porque no hizo justicia. Van a enseñarles que papá y mamá son conceptos vacíos e intercambiables por otros. Van a enseñarles todo eso, no con materiales teóricos mínimamente contrastables, sino con una buena porción de bazofia que, por otro lado, jamás fue escrita para educar a nadie, sino, deliberadamente, para todo lo contrario. Y lo más importante: os están diciendo, no a vuestros hijos, sino a vosotros, que la formación moral de los críos ya no es cosa vuestra, sino que ahora el Estado se hace cargo. Y vosotros, a descansar. Mamá-Estado se ocupa. Qué bien.

Aquí hay dos cosas atroces. Una: que el Estado invada la competencia de la familia en el ámbito moral, extirpe la libertad de educar conforme a los propios principios e imponga a las personas una determinada concepción de las cosas. Esto es algo que sólo cabe en una democracia corrompida, cuando una clase política aupada al poder se atribuye una potestad que nadie le ha concedido. Es también curioso que el Estado venga a clavarnos esta zarpa justo cuando más debilitado está: el Estado ya apenas nos protege, ha dejado de dominar su propia moneda, ha subordinado la Defensa a grandes organizaciones internacionales, las empresas han de recurrir a guardias privados porque la policía no basta, los ciudadanos han de pagarse la sanidad por su cuenta si quieren ser bien atendidos, hemos de suscribir planes de pensiones con los bancos porque la jubilación no nos llegará... Y es este Estado, decrépito e impotente, el que se permite ahora secuestrar la soberanía moral de las personas singulares. Repito: no de la Iglesia, ni de la Conferencia Episcopal ni del PP, sino la soberanía moral de las personas singulares, de la gente de la calle, tu soberanía y la mía.

La segunda cosa atroz es esta otra: la invasión del espacio moral viene bajo las banderas de una visión absolutamente sectaria de las cosas, una visión que se ha construido en el último cuarto de siglo bajo los escombros de dogmas ideológicos derrumbados, una visión expresamente contraria a la cultura mayoritaria de la sociedad, a los fundamentos tradicionales de nuestra civilización, a los principios objetivos de lo que centenares de generaciones de europeos han considerado natural. No estamos ante un movimiento de «progreso»; estamos ante un movimiento de simple inversión. El propósito de los invasores no es otro que darle la vuelta a todo. ¿Y pueden hacerlo? Moralmente, no. Pero si nadie se opone, ¿por qué no? Y aquí es donde se echa de menos un poco más de nervio ciudadano.

Por ahí, en la plaza, uno oye de todo. Que si no llegará la sangre al río. Que si ya lo arreglarán las comunidades autónomas. Que si no será tan fiero el león como lo pintan. Que si, después de todo, sólo es una asignatura, que dejará tan poca huella en los alumnos como las demás (¿?). Que, al fin y al cabo, eso que se enseña en Educación para la Ciudadanía es lo que se ve en la calle, y que los niños tienen que ir haciéndose a esas cosas. Excusas de mal pagador. Sobre todo, excusas ciegas, expedientes para escurrir el bulto y no querer afrontar lo esencial, a saber: que no se trata de que se enseñe tal o cual cosa, sino de que pretenden robarnos una porción importantísima de libertad personal.

Es la libertad

Veréis: uno puede tolerar que el mundo sea una cueva de ladrones, que la televisión se haya convertido en territorio canalla, que los políticos abusen de las esperanzas de la gente (y los banqueros, de sus ilusiones), que los periódicos y la publicidad impongan una forma de ser y pensar decididamente absurda... Uno puede soportar todo eso porque, al fin y al cabo, ante la avalancha siempre es posible clavarse en la puerta de casa, coger el hacha y gritar «no pasarán». Pero lo que uno no puede tolerar es que cojan a tus hijos y les laven el coco al progresista modo. Por ahí no se puede pasar. Porque se trata de vuestros hijos. Y sin embargo, hermanos, lo estáis tolerando. ¿Qué os pasa? ¿Es que no tenéis sangre en las venas?

A los medios de la derecha religiosa, que admiran el ejemplo norteamericano, les gusta entregarse a ensoñaciones de regeneración, incluso de cruzada. Sueño vano. ¿Sabéis por qué en las sociedades con mayoría católica es impensable, hoy por hoy, un proceso semejante al norteamericano? Porque en los Estados Unidos la mayoría religiosa avanza sobre la base de asociaciones civiles, grupos de ciudadanos, comunidades con una voluntad de presencia política y social; pero aquí, en la Europa cristiana, y más especialmente católica, sólo una minoría exigua de ciudadanos actúa en la sociedad como creyente, el tejido asociativo civil es mínimo o inexistente, su capacidad de presencia social y política es reducidísima, muchos creyentes tienen alergia a la política o carecen de formación, la inmensa mayoría de los ciudadanos opta por la pasividad pública y prefiere delegarlo todo —en parte por tradición, en parte por pereza- en las espaldas de la jerarquía. «Los obispos sabrán qué hay que hacer» es una frase extraordinariamente socorrida. Y los obispos lo saben, claro que sí, pero el problema es que no son ellos quienes pueden hacer, sino los ciudadanos, las personas, y para eso hace falta un grado de compromiso que se diría completamente inalcanzable.

Por supuesto: este reproche va dirigido a unos católicos que parecen haber perdido por completo el sentido de la libertad personal, pero al menos aquí, entre la grey de los fieles, ha habido voces dispuestas a jugarse el pecho. Mucho peor es la situación ahí fuera, en la llamada «sociedad», donde una muchedumbre infinita de almas grises se muestra dispuesta a tragarlo todo con tal de no someter a agitación su adiposa conciencia. La reacción de los católicos ante la asignatura de Educación para la Ciudadanía es tibia hasta la depresión, pero la actitud general de la sociedad es indiferente hasta la náusea. Hemos llegado a un punto tal de sumisión —al sistema, al dinero, a la comodidad burguesa, a lo «políticamente correcto»- que cuesta un mundo hacer ver a la gente que lo que está en juego es su libertad. Esa es la imagen del tirano de nuestro tiempo: ya no un déspota que te roba la cartera mientras te amenaza con la porra, sino un simpático cacicón que, mientras te rasca la barriga, te roba el alma. Y tú aún vas y te ríes.

Hay que presentar la objeción de conciencia contra esta asignatura. Es vital. Habría que hacerlo incluso si uno estuviera de acuerdo con los planteamientos doctrinales del Gobierno, porque ni siquiera en ese caso estaría justificado que el Estado se arrogue el derecho a imponerlos por ley. Jünger decía en alguna parte que la verdadera libertad es la que reside en el propio pecho. Esta gente nos quiere abrir el pecho y sacarnos la libertad como se sacaba el corazón en los viejos sacrificios humanos. No. No pasarán. Objeta. Mañana. Ya.

José Javier Esparza (conoZe.com)